viernes, 16 de abril de 2010

EL ORIGEN DEL MAL


"Dios es amor." Su naturaleza y su ley son amor. Lo han sido siempre, y lo serán para
siempre. "El Alto y Sublime, el que habita la eternidad," cuyos "caminos son eternos," no
cambia. En él "no hay mudanza, ni sombra de variación."
Cada manifestación del poder creador es una expresión del amor infinito. La soberanía de
Dios encierra plenitud de bendiciones para todos los seres creados. El salmista dice:
"Tuyo el brazo con valentía;
fuerte es tu mano, ensalzada tu diestra.
Justicia y juicio son el asiento de tu trono:
misericordia y verdad van delante de tu rostro.
Bienaventurado el pueblo que sabe aclamarte:
andarán, oh Jehová, a la luz de tu rostro.
En tu nombre se alegrarán todo el día;
y en tu justicia serán ensalzados.
Porque tú eres la gloria de su fortaleza; ...
Porque Jehová es nuestro escudo;
y nuestro rey es el Santo de Israel." (Sal. 89: 13-18.)*
La historia del gran conflicto entre el bien y el mal, desde que principió en el cielo hasta el
final abatimiento de la rebelión y la total extirpación del pecado, es también una demostración
del inmutable amor de Dios.
El soberano del universo no estaba solo en su obra benéfica. Tuvo un compañero, un
colaborador que podía apreciar sus designios, y que podía compartir su regocijo al brindar
felicidad a los seres creados. "En el principio era el Verbo, y el 12 Verbo era con Dios, y el
Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios." (Juan 1: 1, 2.) Cristo, el Verbo, el Unigénito
de Dios, era uno solo con el Padre eterno, uno solo en naturaleza, en carácter y en propósitos;
era el único ser que podía penetrar en todos los designios y fines de Dios. "Y llamaráse su
nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz" "sus salidas son
desde el principio, desde los días del siglo." (Isa. 9: 6; Miq. 5: 2.) Y el Hijo de Dios, hablando de
sí mismo, declara: "Jehová me poseía en el principio de su camino, ya de antiguo, antes de sus
obras. Eternalmente tuve el principado. . . . Cuando establecía los fundamentos de la tierra;
con él estaba yo ordenándolo todo; y fui su delicia todos los días, teniendo solaz delante de él
en todo tiempo." (Prov. 8: 22-30)
El Padre obró por medio de su Hijo en la creación de todos los seres celestiales. "Porque por
él fueron criadas todas las cosas, . . . sean tronos, sean dominios, sean principados, sean
potestades; todo fue criado por él y para él." (Col. 1: 16.) Los ángeles son los ministros de Dios,
que, irradiando la luz que constantemente dimana de la presencia de él y valiéndose de sus
rápidas alas, se apresuran a ejecutar la voluntad de Dios. Pero el Hijo, el Ungido de Dios, "la
misma imagen de su sustancia," "el resplandor de su gloria" y sostenedor de" todas las cosas con
la palabra de su potencia," tiene la supremacía sobre todos ellos. Un "trono de gloria, excelso
desde el principio," era el lugar de su santuario; una "vara de equidad," el cetro de su reino.
"Alabanza y magnificencia delante de él: fortaleza y gloria en su santuario." "Misericordia y
verdad van delante de tu rostro." (Heb. 1: 3, 8; Jer. 17: 12; Sal. 96: 6; 89: 14)
Siendo la ley del amor el fundamento del gobierno de Dios, la felicidad de todos los seres
inteligentes depende de su perfecto acuerdo con los grandes principios de justicia de esa ley.
Dios desea de todas sus criaturas el servicio que nace del amor, de la comprensión y del
aprecio de su carácter. No 13 halla placer en una obediencia forzada, y otorga a todos libre
albedrío para que puedan servirle voluntariamente.
Mientras todos los seres creados reconocieron la lealtad del amor, hubo perfecta armonía en
el universo de Dios. Cumplir los designios de su Creador era el gozo de las huestes celestiales.
Se deleitaban en reflejar la gloria del Todopoderoso y en alabarle. Y su amor mutuo fue fiel y
desinteresado mientras el amor de Dios fue supremo. No había nota discordante que perturbara
las armonías celestiales. Pero se produjo un cambio en ese estado de felicidad. Hubo uno que
pervirtió la libertad que Dios había otorgado a sus criaturas. El pecado se originó en aquel que,
después de Cristo, había sido el más honrado por Dios y que era el más exaltado en poder y en
gloria entre los habitantes del cielo. Lucifer, el "hijo de la mañana," era el principal de los
querubines cubridores, santo e inmaculado. Estaba en la presencia del gran Creador, y los
incesantes rayos de gloria que envolvían al Dios eterno, caían sobre él. "Así ha dicho el Señor
Jehová: Tú echas el sello a la proporción, lleno de sabiduría, y acabado de hermosura. En
Edén, en el huerto de Dios estuviste: toda piedra preciosa fue tu vestidura. . . . Tú, querubín
grande, cubridor: y yo te puse; en el santo monte de Dios estuviste; en medio de piedras de
fuego has andado. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que fuiste criado, hasta que
se halló en ti maldad." (Eze. 28: 12-15.)
Poco a poco Lucifer llegó a albergar el deseo de ensalzarse. Las Escrituras dicen:
"Enaltecióse tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu
resplandor." (Vers. 17) "Tú que decías en tu corazón: . . . Junto a las estrellas de Dios ensalzaré
mi solio,.... y seré semejante al Altísimo." (Isa. 14: 13, 14) Aunque toda su gloria procedía de
Dios, este poderoso ángel llegó a considerarla como perteneciente a sí mismo. Descontento con
el puesto que ocupaba, a pesar de ser el ángel que recibía más honores entre las huestes
celestiales, se aventuró a codiciar el homenaje que 14 sólo debe darse al Creador. En vez de
procurar el ensalzamiento de Dios como supremo en el afecto y la lealtad de todos los seres
creados, trató de obtener para sí mismo el servicio y la lealtad de ellos. Y codiciando la gloria
con que el Padre infinito había investido a su Hijo, este príncipe de los ángeles aspiraba al
poder que sólo pertenecía a Cristo.
Ahora la perfecta armonía del cielo estaba quebrantada. La disposición de Lucifer de
servirse a si mismo en vez de servir a su Creador, despertó un sentimiento de honda aprensión
cuando fue observada por quienes consideraban que la gloria de Dios debía ser suprema.
Reunidos en concilio celestial, los ángeles rogaron a Lucifer que desistiese de su intento. El
Hijo de Dios presentó ante él la grandeza, la bondad y la justicia del Creador, y también la
naturaleza sagrada e inmutable de su ley. Dios mismo había establecido el orden del cielo, y, al
separarse de él, Lucifer deshonraría a su Creador y acarrearía la ruina sobre sí mismo. Pero la
amonestación, hecha con misericordia y amor infinitos, solamente despertó un espíritu de
resistencia. Lucifer permitió que su envidia hacia Cristo prevaleciese, y se afirmó más en su
rebelión.
El propósito de este príncipe de los ángeles llegó a ser disputar la supremacía del Hijo de
Dios, y así poner en tela de juicio la sabiduría y el amor del Creador. A lograr este fin estaba
por consagrar las energías de aquella mente maestra, la cual, después de la de Cristo, era la
principal entre las huestes de Dios. Pero Aquel que quiso que sus criaturas tuviesen libre
albedrío, no dejó a ninguna de ellas inadvertida en cuanto a los sofismas perturbadores con los
cuales la rebelión procuraría justificarse. Antes de que la gran controversia principiase, debía
presentarse claramente a todos la voluntad de Aquel cuya sabiduría y bondad eran la fuente de
todo su regocijo.
El Rey del universo convocó a las huestes celestiales a comparecer ante él, a fin de que en
su presencia él pudiese 15 manifestar cuál era el verdadero lugar que ocupaba su Hijo y
manifestar cuál era la relación que él tenía para con todos los seres creados. El Hijo de Dios
compartió el trono del Padre, y la gloria del Ser eterno, que existía por sí mismo, cubrió a
ambos. Alrededor del trono se congregaron los santos ángeles, una vasta e innumerable
muchedumbre, "millones de millones," y los ángeles más elevados, como ministros y súbditos,
se regocijaron en la luz que de la presencia de la Deidad caía sobre ellos. Ante los habitantes
del cielo reunidos, el Rey declaró que ninguno, excepto Cristo, el Hijo unigénito de Dios, podía
penetrar en la plenitud de sus designios y que a éste le estaba encomendada la ejecución de
los grandes propósitos de su voluntad. El Hijo de Dios había ejecutado la voluntad del Padre en
la creación de todas las huestes del cielo, y a él, así como a Dios, debían ellas tributar
homenaje y lealtad. Cristo había de ejercer aún el poder divino en la creación de la tierra y sus
habitantes. Pero en todo esto no buscaría poder o ensalzamiento para sí mismo, en contra del
plan de Dios, sino que exaltaría la gloria del Padre, y ejecutaría sus fines de beneficencia y
amor.
Los ángeles reconocieron gozosamente la supremacía de Cristo, y postrándose ante él, le
rindieron su amor y adoración. Lucifer se postró con ellos, pero en su corazón se libraba un
extraño y feroz conflicto. La verdad, la justicia y la lealtad luchaban contra los celos y la
envidia. La influencia de los santos ángeles pareció por algún tiempo arrastrarlo con ellos.
Mientras en melodiosos acentos se elevaban himnos de alabanza cantados por millares de
alegres voces, el espíritu del mal parecía vencido; indecible amor conmovía su ser entero; al
igual que los inmaculados adoradores, su alma se hinchió de amor hacia el Padre y el Hijo. Pero
luego se llenó del orgullo de su propia gloria. Volvió a su deseo de supremacía, y nuevamente
dio cabida a su envidia hacia Cristo. Los altos honores conferidos a Lucifer no fueron
justipreciados como dádiva especial de Dios, y por lo tanto, no produjeron 16 gratitud alguna
hacia su Creador. Se jactaba de su esplendor y elevado puesto, y aspiraba a ser igual a Dios. La
hueste celestial le amaba y reverenciaba, los ángeles se deleitaban en cumplir sus órdenes, y
estaba dotado de más sabiduría y gloria que todos ellos. Sin embargo, el Hijo de Dios ocupaba
una posición más exaltada que él. Era igual al Padre en poder y autoridad. El compartía los
designios del Padre, mientras que Lucifer no participaba en los concilios de Dios. ¿"Por qué -se
preguntaba el poderoso ángel- debe Cristo tener la supremacía? ¿Por qué se le honra más que a
mí?"
Abandonando su lugar en la inmediata presencia del Padre, Lucifer salió a difundir el
espíritu de descontento entre los ángeles. Trabajó con misteriosa reserva, y por algún tiempo
ocultó sus verdaderos propósitos bajo una aparente reverencia hacia Dios. Principió por
insinuar dudas acerca de las leyes que gobernaban a los seres celestiales, sugiriendo que
aunque las leyes fuesen necesarias para los habitantes de los mundos, los ángeles, siendo más
elevados, no necesitaban semejantes restricciones, porque su propia sabiduría bastaba para
guiarlos. Ellos no eran seres que pudieran acarrear deshonra a Dios; todos sus pensamientos
eran santos; y errar era tan imposible para ellos como para el mismo Dios. La exaltación del
Hijo de Dios como igual al Padre fue presentada como una injusticia cometida contra Lucifer,
quien, según se alegaba, tenía también derecho a recibir reverencia y honra. Si este príncipe
de los ángeles pudiese alcanzar su verdadera y elevada posición, ello redundaría en grandes
beneficios para toda la hueste celestial; pues era su objeto asegurar la libertad de todos. Pero
ahora aun la libertad que habían gozado hasta ese entonces concluía, pues se les había
nombrado un gobernante absoluto, y todos ellos tenían que prestar obediencia a su autoridad.
Tales fueron los sutiles engaños que por medio de las astucias de Lucifer cundían rápidamente
por los atrios celestiales.
No se había efectuado cambio alguno en la posición o en 17 la autoridad de Cristo. La
envidia de Lucifer, sus tergiversaciones, y sus pretensiones de igualdad con Cristo, habían
hecho absolutamente necesaria una declaración categórica acerca de la verdadera posición que
ocupaba el Hijo de Dios; pero ésta había sido la misma desde el principio. Sin embargo, las
argucias de Lucifer confundieron a muchos ángeles.
Valiéndose de la amorosa y leal confianza depositada en él por los seres celestiales que
estaban bajo sus órdenes, había inculcado tan insidiosamente en sus mentes su propia
desconfianza y descontento, que su influencia no se discernía. Lucifer había presentado con
falsía los designios de Dios, interpretándolos torcida y erróneamente, a fin de producir
disensión y descontento. Astutamente inducía a sus oyentes a que expresaran sus sentimientos;
luego, cuando así convenía a sus intereses, repetía esas declaraciones en prueba de que los
ángeles no estaban del todo en armonía con el gobierno de Dios. Mientras aseveraba tener
perfecta lealtad hacia Dios, insistía en que era necesario que se hiciesen cambios en el orden y
las leyes del cielo para asegurar la estabilidad del gobierno divino. Así, mientras obraba por
despertar oposición a la ley de Dios y por inculcar su propio descontento en la mente de los
ángeles que estaban bajo sus órdenes, hacía alarde de querer eliminar el descontento y
reconciliar a los ángeles desconformes con el orden del cielo. Mientras fomentaba
secretamente el desacuerdo y la rebelión, con pericia consumada aparentaba que su único fin
era promover la lealtad y preservar la armonía y la paz.
El espíritu de descontento así encendido hacía su funesta obra. Aunque no había rebelión
abierta, el desacuerdo aumentaba imperceptiblemente entre los ángeles. Algunos recibían
favorablemente las insinuaciones de Lucifer contra el gobierno de Dios. Aunque previamente
habían estado en perfecta armonía con el orden que Dios había establecido, estaban ahora
descontentos y se sentían desdichados porque no podían penetrar los inescrutables designios de
Dios; les 18 desagradaba la idea de exaltar a Cristo. Estaban listos para respaldar la demanda
de Lucifer de que él tuviese igual autoridad que el Hijo de Dios. Pero los ángeles que
permanecieron leales y fieles apoyaron la sabiduría y la justicia del decreto divino, y así
trataron de reconciliar al descontento Lucifer con la voluntad de Dios. Cristo era el Hijo de
Dios. Había sido uno con el Padre antes que los ángeles fuesen creados. Siempre estuvo a la
diestra del Padre; su supremacía, tan llena de bendiciones para todos aquellos que estaban
bajo su benigno dominio, no había sido hasta entonces disputada. La armonía que reinaba en el
cielo nunca había sido interrumpida. ¿Por qué debía haber ahora discordia? Los ángeles leales
podían ver sólo terribles consecuencias como resultado de esta disensión, y con férvidas
súplicas aconsejaron a los descontentos que renunciasen a su propósito y se mostrasen leales a
Dios mediante la fidelidad a su gobierno.
Con gran misericordia, según su divino carácter, Dios soportó por mucho tiempo a Lucifer. El
espíritu de descontento y desafecto no se había conocido antes en el cielo. Era un elemento
nuevo, extraño, misterioso e inexplicable. Lucifer mismo, al principio, no entendía la
verdadera naturaleza de sus sentimientos; durante algún tiempo había temido dar expresión a
los pensamientos y a las imaginaciones de su mente; sin embargo no los desechó. No veía el
alcance de su extravío. Para convencerlo de su error, se hizo cuanto esfuerzo podían sugerir la
sabiduría y el amor infinitos. Se le probó que su desafecto no tenía razón de ser, y se le hizo
saber cuál sería el resultado si persistía en su rebeldía.
Lucifer quedó convencido de que se hallaba en el error. Vio que "justo es Jehová en todos
sus caminos, y misericordioso en todas sus obras" (Sal. 145: 17), que los estatutos divinos son
justos, y que debía reconocerlos como tales ante todo el cielo. De haberlo hecho, podría
haberse salvado a sí mismo y a muchos ángeles. Aún no había desechado completamente la
lealtad a Dios. Aunque había abandonado su 19 puesto de querubín cubridor, si hubiese querido
volver a Dios, reconociendo la sabiduría del Creador y conformándose con ocupar el lugar que
se le asignó en el gran plan de Dios, habría sido restablecido en su puesto.
Había llegado el momento de hacer una decisión final; él debía someterse completamente a
la divina soberanía o colocarse en abierta rebelión. Casi decidió volver sobre sus pasos, pero el
orgullo no se lo permitió. Era un sacrificio demasiado grande para quien había sido honrado tan
altamente el tener que confesar que había errado, que sus ideas y propósitos eran falsos, y
someterse a la autoridad que había estado presentando como injusta.
Un Creador compasivo, anhelante de manifestar piedad hacia Lucifer y sus seguidores,
procuró hacerlos retroceder del abismo de la ruina al cual estaban a punto de lanzarse. Pero su
misericordia fue mal interpretada. Lucifer señaló la longanimidad de Dios como una prueba
evidente de su propia superioridad sobre él, como una indicación de que el Rey del universo
aún accedería a sus exigencias. Si los ángeles se mantenían firmes de su parte, dijo, aún
podrían conseguir todo lo que deseaban. Defendió persistentemente su conducta, y se dedicó
de lleno al gran conflicto contra su Creador. Así fue como Lucifer, el "portaluz," el que
compartía la gloria de Dios, el ministro de su trono, mediante la transgresión, se convirtió en
Satanás el "adversario" de Dios y de los seres santos, y el destructor de aquellos que el Señor
había encomendado a su dirección y cuidado.
Rechazando con desdén los argumentos y las súplicas de los ángeles leales, los tildó de
esclavos engañados. Declaró que la preferencia otorgada a Cristo era un acto de injusticia
tanto hacia él como hacia toda la hueste celestial, y anunció que desde ese entonces no se
sometería a esa violación de los derechos de sus asociados y de los suyos propios. Nunca más
reconocería la supremacía de Cristo. Había decidido reclamar el honor que se le debió haber
otorgado, y asumir la dirección 20 de cuantos quisieran seguirle; y prometió a quienes entrasen
en sus filas un gobierno nuevo y mejor, bajo cuya tutela todos gozarían de libertad. Gran
número de ángeles manifestó su decisión de aceptarle como su caudillo. Engreído por el favor
que recibieran sus designios, alentó la esperanza de atraer a su lado a todos los ángeles para
hacerse igual a Dios mismo, y ser obedecido por toda la hueste celestial.
Los ángeles leales volvieron a instar a Satanás y a sus simpatizantes a someterse a Dios; les
presentaron lo que resultaría inevitable en caso de rehusarse. El que los había creado podía
vencerlos y castigar severamente su rebelde osadía. Ningún ángel podía oponerse con éxito a la
ley divina, tan sagrada como Dios mismo. Advirtieron y aconsejaron a todos que hiciesen oídos
sordos a los razonamientos engañosos de Lucifer, y le instaron a él y a sus secuaces a buscar la
presencia de Dios sin demora alguna, y a confesar el error de haber puesto en tela de juicio la
sabiduría y la autoridad divinas.
Muchos estaban dispuestos a prestar atención a este consejo, a arrepentirse de su
desafecto, y a pedir que se les admitiese en el favor del Padre y del Hijo. Pero Lucifer tenía
otro engaño listo. El poderoso rebelde declaró entonces que los ángeles que se le habían unido
habían ido demasiado lejos para retroceder, que él estaba bien enterado de la ley divina, y que
sabía que Dios no los perdonaría. Declaró que todos aquellos que se sometieran a la autoridad
del cielo serían despojados de su honra y degradados. En cuanto a él se refería, estaba
dispuesto a no reconocer nunca más la autoridad de Cristo. Manifestó que la única salida que
les quedaba a él y a sus seguidores era declarar su libertad, y obtener por medio de la fuerza
los derechos que no se les quiso otorgar de buen grado.
En lo que concernía a Satanás mismo, era cierto que ya había ido demasiado lejos en su
rebelión para retroceder. Pero no ocurría lo mismo con aquellos que habían sido cegados 21 por
sus engaños. Para ellos el consejo y las súplicas de los ángeles leales abrían una puerta de
esperanza; y si hubiesen atendido la advertencia, podrían haber escapado del lazo de Satanás.
Pero permitieron que el orgullo, el amor a su jefe y el deseo de libertad ilimitada los
dominasen por completo, y los ruegos del amor y la misericordia divinos fueron finalmente
rechazados.
Dios permitió que Satanás siguiese con su obra hasta que el espíritu de desafecto se trocó
en una activa rebelión. Era necesario que sus planes se desarrollasen en toda su plenitud, para
que su verdadera naturaleza y tendencia fuesen vistas por todos. Como querubín ungido,
Lucifer, había sido altamente exaltado; era muy amado por los seres celestiales, y su influencia
sobre ellos era poderosa. El gobierno de Dios incluía no sólo los habitantes del cielo sino
también los de todos los mundos que había creado; y Lucifer llegó a la conclusión de que si
pudiera arrastrar a los ángeles celestiales en su rebelión, podría también arrastrar a todos los
mundos. El había presentado su punto de vista astutamente, haciendo uso de sofismas y
engaños para lograr sus fines. Su poder para engañar era enorme. Disfrazándose con un manto
de mentira, había obtenido una ventaja. Todo cuanto hacía estaba tan revestido de misterio
que era muy difícil revelar a los ángeles la verdadera naturaleza de su obra. Hasta que ésta no
estuviese plenamente desarrollada, no podría manifestarse cuán mala era ni su desafecto sería
visto como rebelión. Aun los ángeles leales no podían discernir bien su carácter, ni ver adonde
se encaminaba su obra.
Al principio Lucifer había encauzado sus tentaciones de tal manera que él mismo no se
comprometía. A los ángeles a quienes no pudo atraer completamente a su lado los acusó de ser
indiferentes a los intereses de los seres celestiales. Acusó a los ángeles leales de estar
haciendo precisamente la misma labor que él hacía. Su política era confundirlos con
argumentos sutiles acerca de los designios de Dios. Cubría de 22 misterio todo lo sencillo, y por
medio de astuta perversión ponía en duda las declaraciones más claras de Jehová. Y su elevada
posición, tan íntimamente relacionada con el gobierno divino, daba mayor fuerza a sus
pretensiones.
Dios podía emplear sólo aquellos medios que fuesen compatibles con la verdad y la justicia.
Satanás podía valerse de medios que Dios no podía usar: la lisonja y el engaño. Había procurado
falsear la palabra de Dios, y había tergiversado el plan de gobierno divino, alegando que el
Creador no obraba con justicia al imponer leyes a los ángeles; que al exigir sumisión y
obediencia de sus criaturas, buscaba solamente su propia exaltación. Por lo tanto, era
necesario demostrar ante los habitantes del cielo y de todos los mundos que el gobierno de
Dios es justo y su ley perfecta. Satanás había fingido que procuraba fomentar el bien del
universo. El verdadero carácter del usurpador, y su verdadero objetivo, debían ser
comprendidos por todos. Debía dársele tiempo suficiente para que se revelase por medio de sus
propias obras inicuas.
La discordia que su propio proceder había causado en el cielo, Satanás la atribuía al
gobierno de Dios. Todo lo malo, decía, era resultado de la administración divina. Alegaba que
su propósito era mejorar los estatutos de Jehová. Por consiguiente, Dios le permitió demostrar
la naturaleza de sus pretensiones para que se viese el resultado de los cambios que él proponía
hacer en la ley divina. Su propia labor había de condenarle. Satanás había dicho desde el
principio que no estaba en rebeldía. El universo entero había de ver al engañador
desenmascarado.
Aun cuando Satanás fue arrojado del cielo, la Sabiduría infinita no le aniquiló. Puesto que
sólo el servicio inspirado por el amor puede ser aceptable para Dios, la lealtad de sus criaturas
debe basarse en la convicción de que es justo y benévolo. Por no estar los habitantes del cielo
y de los mundos preparados para entender la naturaleza o las consecuencias del pecado, no
podrían haber discernido la justicia de 23 Dios en la destrucción de Satanás. Si se le hubiese
suprimido inmediatamente, algunos habrían servido a Dios por temor más bien que por amor.
La influencia del engañador no habría sido anulada totalmente, ni se habría extirpado por
completo el espíritu de rebelión. Para el bien del universo entero a través de los siglos sin fin,
era necesario que Satanás desarrollase más ampliamente sus principios, para que todos los
seres creados pudiesen reconocer la naturaleza de sus acusaciones contra el gobierno divino y
para que la justicia y la misericordia de Dios y la inmutabilidad de su ley quedasen establecidas
para siempre.
La rebelión de Satanás había de ser una lección para el universo a través de todos los siglos
venideros, un testimonio perpetuo acerca de la naturaleza del pecado y sus terribles
consecuencias. Los resultados del gobierno de Satanás y sus efectos sobre los ángeles y los
hombres iban a demostrar qué resultado se obtiene inevitablemente al desechar la autoridad
divina. Iban a atestiguar que la existencia del gobierno de Dios entraña el bienestar de todos
los seres que él creó. De esta manera la historia de este terrible experimento de la rebelión iba
a ser una perpetua salvaguardia para todos los seres santos, para evitar que sean engañados
acerca de la naturaleza de la transgresión, para salvarlos de cometer pecado y sufrir sus
consecuencias.
El que gobierna en los cielos ve el fin desde el principio. Aquel en cuya presencia los
misterios del pasado y del futuro son manifiestos, más allá de la angustia, las tinieblas y la
ruina provocadas por el pecado, contempla la realización de sus propios designios de amor y
bendición. Aunque haya "nube y oscuridad alrededor de él: justicia y juicio son el asiento de su
trono." (Sal. 97: 2.) Y esto lo entenderán algún día todos los habitantes del universo, tanto los
leales como los desleales. "El es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son
rectitud: Dios de verdad, y ninguna iniquidad en él: es justo y recto." (Deut. 32: 4.) 24


Patriarcas y profetas, pp. 11-23.

Compilador: Dr. Pedro Martínez

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