viernes, 2 de abril de 2010

LA FUENTE DE LA VERDADERA EDUCACIÓN Y SU PROPÓSITO

"El conocimiento del santísimo es la inteligencia". "Vuelve ahora en amistad con él".

NUESTRO concepto de la educación tiene un alcance demasiado estrecho y bajo. Es necesario que tenga una mayor amplitud y un fin más elevado. La verdadera educación significa más que la prosecución de un determinado curso de estudio. Significa más que una preparación para la vida actual. Abarca todo el ser, y todo el período de la existencia accesible al hombre. Es el desarrollo armonioso de las facultades físicas, mentales y espirituales. Prepara al estudiante para el gozo de servir en este mundo, y para un gozo superior proporcionado por un servicio más amplio en el mundo venidero.


Las Sagradas Escrituras, cuando señalan al Ser infinito, presentan en las siguientes palabras la fuente de semejante educación: En él "están escondidos todos los tesoros de la sabiduría".* "Suyo es el consejo y la inteligencia".*


El mundo ha tenido sus grandes maestros, hombres de intelecto gigantesco y abarcante espíritu investigador, hombres cuyas declaraciones han estimulado el pensamiento, y abierto a la vista vastos campos de conocimiento; y estos hombres han sido honrados como guías y benefactores de su raza; pero hay Uno superior a ellos. Podemos rastrear la ascendencia de los maestros del mundo hasta donde alcanzan los informes humanos: pero antes de ellos estaba la Luz. Así como la luna y los planetas de nuestro sistema solar brillan por la luz del sol que reflejan, los grandes pensadores del mundo, en lo que tenga de cierto su enseñanza, reflejan los rayos del Sol de Justicia. Todo rayo del pensamiento, todo destello del intelecto, procede de la Luz del mundo.


En estos tiempos se habla mucho de la naturaleza e importancia de la "educación superior". Aquel con quien están "la sabiduría y el poder"* y de cuya boca "viene el conocimiento y la inteligencia"*, imparte la verdadera educación superior.


Todo verdadero conocimiento y desarrollo tienen su origen en el conocimiento de Dios. Doquiera nos dirijamos: al dominio físico, mental y espiritual; cualquier cosa que contemplemos, fuera de la marchites del pecado, en todo vemos revelado este conocimiento. Cualquier ramo de investigación que emprendamos, con el sincero propósito de llegar a la verdad, nos pone en contacto con la Inteligencia poderosa e invisible que obra en todas las cosas y por medio de ellas. La mente del hombre se pone en comunión con la mente de Dios; lo finito, con lo infinito. El efecto que tiene esta comunión sobre el cuerpo, la mente y el alma sobrepuja toda estimación.


En esta comunión se halla la educación más elevada. Es el método propio que Dios tiene para lograr el desarrollo del hombre. "Vuelve ahora en amistad con él"*, es su mensaje para la humanidad. El método trazado en estas palabras era el que se seguía en la educación del padre de nuestra especie. Así instruyó Dios a Adán cuando, en la gloria de una virilidad exenta de pecado, habitaba éste en el sagrado jardín del Edén.


A fin de comprender lo que abarca la obra de la educación, necesitamos considerar tanto la naturaleza del hombre como el propósito de Dios al crearlo. Necesitamos considerar también el cambio verificado en la condición del hombre por la introducción del conocimiento del mal, y el plan de Dios para cumplir, sin embargo, su glorioso propósito en la educación de la especie humana.


Cuando Adán salió de las manos del Creador, llevaba en su naturaleza física, mental y espiritual, la semejanza de su Hacedor. "Creó Dios al hombre a su imagen", con el propósito de que, cuanto más viviera, más plenamente revelara esa imagen -más plenamente reflejara la gloria del Creador. Todas sus facultades eran susceptibles de desarrollo; su capacidad y su vigor debían aumentar continuamente. Vasta era la esfera que se ofrecía a su actividad, glorioso el campo abierto a su investigación. Los misterios del universo visible "las maravillas del Perfecto en sabiduría", invitaban al hombre estudiar. Tenía el alto privilegio de relacionarse íntimamente, cara a cara, con su Hacedor. Sí hubiese permanecido leal a Dios, todo esto le hubiera pertenecido para siempre. A través de los siglos eternos, hubiera seguido adquiriendo nuevos tesoros de conocimiento, descubriendo nuevos manantiales de felicidad y obteniendo conceptos cada vez más claros de la sabiduría, el poder y el amor de Dios. Habría cumplido cada vez más cabalmente el objeto de su creación; habría reflejado cada vez más plenamente la gloria del Creador.


Pero por su desobediencia perdió todo esto. El pecado mancilló y casi borró la semejanza divina. Las facultades físicas del hombre se debilitaron, su capacidad mental disminuyó, su visión espiritual se oscureció. Quedó sujeto a la muerte. No obstante, la especie humana no fue dejada sin esperanza. Con infinito amor y misericordia había sido trazado el plan de salvación y se le otorgó una vida de prueba. La obra de la redención debía restaurar en el hombre la imagen de su Hacedor, devolverlo a la perfección con que había sido creado, promover el desarrollo del cuerpo, la mente y el alma, a fin de que se llevase a cabo el propósito divino de su creación. Este es el objeto de la educación, el gran objeto de la vida.


El amor, base de la creación y de la redención, es el fundamento de la verdadera educación. Esto se ve claramente en la ley que Dios ha dado como guía de la vida. El primero y grande mandamiento es: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente".* Amar al Ser infinito, omnisciente, con todas las fuerzas, la mente y el corazón, significa el desarrollo más elevado de todas las facultades. Significa que en todo el ser - el cuerpo, la mente y el alma- deben restaurarse la imagen de Dios.


Semejante al primer mandamiento, es el segundo: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". La ley de amor requiere la dedicación del cuerpo, la mente y el alma al servicio de Dios y de nuestros semejantes. Y este servicio, al par que nos constituye en bendición para los demás, nos proporciona a nosotros la más grande bendición. La abnegación es la base de todo verdadero desarrollo. Por medio del servicio abnegado, adquiere toda facultad nuestra su desarrollo máximo. Llegamos a participar cada vez más plenamente de la naturaleza divina. Somos preparados para el cielo, porque lo recibimos en nuestro corazón.


Puesto que Dios es la fuente de todo conocimiento verdadero, el principal objeto de la educación es, según hemos visto, dirigir nuestra mente a la revelación que él hace de sí mismo. Adán y Eva recibieron conocimiento comunicándose directamente con Dios, y aprendieron de él por medio de sus obras. Todas las cosas creadas, en su perfección original, eran una expresión del pensamiento de Dios. Para Adán y Eva, la naturaleza rebosaba de sabiduría divina. Pero por la transgresión, el hombre fue privado del conocimiento de Dios mediante una comunión directa, y en extenso grado del que obtenía por medio de sus obras. La tierra, arruinada y contaminada por el pecado, no refleja sino oscuramente la gloria del Creador. Es cierto que sus lecciones objetivas no han desaparecido. En cada página del gran volumen de sus obras creadas se puede notar todavía la escritura de su mano. La naturaleza aún habla de su Creador. Sin embargo, estas revelaciones son parciales e imperfectas. Y en nuestro estado caído, con las facultades debilitadas y la visión limitada, somos incapaces de interpretarlas correctamente. Necesitamos la revelación más plena que Dios nos ha dado de sí en su Palabra escrita.


Las Sagradas Escrituras son la norma perfecta de la verdad y, como tales, se les debería dar el primer lugar en la educación. Para obtener una educación digna de tal nombre, debemos recibir un conocimiento de Dios, el Creador, y de Cristo, el Redentor, según están revelados en la Sagrada Palabra.


Cada ser humano, creado a la imagen de Dios, está dotado de una facultad semejante a la del Creador: la individualidad, la facultad de pensar y hacer. Los hombres en quienes se desarrolla esta facultad son los que llevan, responsabilidades, los que dirigen empresas, los que influyen sobre el carácter. La obra de la verdadera educación consiste en desarrollar esta facultad, en educar a los jóvenes para que sean pensadores y no meros reflectores de los pensamientos de otros hombres. En vez de restringir su estudio a lo que los hombres han dicho o escrito, los estudiantes deben ser dirigidos a las fuentes de la verdad, a los vastos campos abiertos a la investigación en la naturaleza y en la revelación. Contemplen las grandes realidades del deber y del destino, y la mente se expandirá y robustecerá. En vez de jóvenes, educados, pero débiles, las instituciones del saber debieran producir hombres fuertes para pensar y obrar, hombres que sean amos y no esclavos de las circunstancias, hombres que posean amplitud de mente, claridad de pensamiento y valor para defender sus convicciones.


Semejante educación provee algo más que una disciplina mental; provee algo más que una preparación física. Fortalece el carácter, de modo que no se sacrifiquen la verdad y la justicia al deseo egoísta o a la ambición mundana. Fortalece la mente contra el mal. En vez de que una pasión dominante llegue a ser un poder destructor, se amoldan cada motivo y deseo a los grandes principios de la justicia. Al espaciarse en la perfección del carácter de Dios, la mente se renueva y el alma vuelve a crearse a su imagen.


¿Qué educación puede superar a ésta? ¿Qué puede igualar su valor?


"No se dará por oro,


Ni su precio. será a peso de plata..



No puede ser apreciada con oro de Ofir,



Ni con ónice precioso, ni con zafiro.



El oro no se le igualará, ni el diamante,



Ni se cambiará por alhajas de oro fino.



No se hará mención de coral ni de perlas.



La sabiduría es mejor que las piedras preciosas."*


El ideal que Dios tiene para sus hijos está por encima del alcance del más elevado pensamiento humano. La meta a alcanzar es la piedad, la semejanza a Dios. Ante el estudiante se abre un camino de progreso continuo. Tiene que alcanzar un objeto, lograr una norma que incluye todo lo bueno, lo puro y lo noble. Progresará tan rápidamente e irá tan lejos como fuere posible en todos los ramos del verdadero conocimiento. Pero sus esfuerzos se dirigirán a fines tanto más altos que el mero egoísmo y los intereses temporales, cuanto son más altos los cielos que la tierra.


El que coopera con el propósito divino para impartir a los jóvenes un conocimiento de Dios, y modelar el carácter en armonía con el suyo, hace una obra noble y elevada. Al despertar el deseo de alcanzar el ideal de Dios, presenta una educación tan elevada como el cielo, y tan amplia como el universo; una educación que no se puede completar en esta vida, sino que continuará en la venidera; una educación que asegura al estudiante de éxito su pasaporte de la escuela preparatoria de la tierra a la superior, la celestial.



Por


Elena G. de Withe, en La educación, Pgs. 14-20.

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