viernes, 16 de abril de 2010

EL ORIGEN DEL MAL


"Dios es amor." Su naturaleza y su ley son amor. Lo han sido siempre, y lo serán para
siempre. "El Alto y Sublime, el que habita la eternidad," cuyos "caminos son eternos," no
cambia. En él "no hay mudanza, ni sombra de variación."
Cada manifestación del poder creador es una expresión del amor infinito. La soberanía de
Dios encierra plenitud de bendiciones para todos los seres creados. El salmista dice:
"Tuyo el brazo con valentía;
fuerte es tu mano, ensalzada tu diestra.
Justicia y juicio son el asiento de tu trono:
misericordia y verdad van delante de tu rostro.
Bienaventurado el pueblo que sabe aclamarte:
andarán, oh Jehová, a la luz de tu rostro.
En tu nombre se alegrarán todo el día;
y en tu justicia serán ensalzados.
Porque tú eres la gloria de su fortaleza; ...
Porque Jehová es nuestro escudo;
y nuestro rey es el Santo de Israel." (Sal. 89: 13-18.)*
La historia del gran conflicto entre el bien y el mal, desde que principió en el cielo hasta el
final abatimiento de la rebelión y la total extirpación del pecado, es también una demostración
del inmutable amor de Dios.
El soberano del universo no estaba solo en su obra benéfica. Tuvo un compañero, un
colaborador que podía apreciar sus designios, y que podía compartir su regocijo al brindar
felicidad a los seres creados. "En el principio era el Verbo, y el 12 Verbo era con Dios, y el
Verbo era Dios. Este era en el principio con Dios." (Juan 1: 1, 2.) Cristo, el Verbo, el Unigénito
de Dios, era uno solo con el Padre eterno, uno solo en naturaleza, en carácter y en propósitos;
era el único ser que podía penetrar en todos los designios y fines de Dios. "Y llamaráse su
nombre Admirable, Consejero, Dios fuerte, Padre eterno, Príncipe de paz" "sus salidas son
desde el principio, desde los días del siglo." (Isa. 9: 6; Miq. 5: 2.) Y el Hijo de Dios, hablando de
sí mismo, declara: "Jehová me poseía en el principio de su camino, ya de antiguo, antes de sus
obras. Eternalmente tuve el principado. . . . Cuando establecía los fundamentos de la tierra;
con él estaba yo ordenándolo todo; y fui su delicia todos los días, teniendo solaz delante de él
en todo tiempo." (Prov. 8: 22-30)
El Padre obró por medio de su Hijo en la creación de todos los seres celestiales. "Porque por
él fueron criadas todas las cosas, . . . sean tronos, sean dominios, sean principados, sean
potestades; todo fue criado por él y para él." (Col. 1: 16.) Los ángeles son los ministros de Dios,
que, irradiando la luz que constantemente dimana de la presencia de él y valiéndose de sus
rápidas alas, se apresuran a ejecutar la voluntad de Dios. Pero el Hijo, el Ungido de Dios, "la
misma imagen de su sustancia," "el resplandor de su gloria" y sostenedor de" todas las cosas con
la palabra de su potencia," tiene la supremacía sobre todos ellos. Un "trono de gloria, excelso
desde el principio," era el lugar de su santuario; una "vara de equidad," el cetro de su reino.
"Alabanza y magnificencia delante de él: fortaleza y gloria en su santuario." "Misericordia y
verdad van delante de tu rostro." (Heb. 1: 3, 8; Jer. 17: 12; Sal. 96: 6; 89: 14)
Siendo la ley del amor el fundamento del gobierno de Dios, la felicidad de todos los seres
inteligentes depende de su perfecto acuerdo con los grandes principios de justicia de esa ley.
Dios desea de todas sus criaturas el servicio que nace del amor, de la comprensión y del
aprecio de su carácter. No 13 halla placer en una obediencia forzada, y otorga a todos libre
albedrío para que puedan servirle voluntariamente.
Mientras todos los seres creados reconocieron la lealtad del amor, hubo perfecta armonía en
el universo de Dios. Cumplir los designios de su Creador era el gozo de las huestes celestiales.
Se deleitaban en reflejar la gloria del Todopoderoso y en alabarle. Y su amor mutuo fue fiel y
desinteresado mientras el amor de Dios fue supremo. No había nota discordante que perturbara
las armonías celestiales. Pero se produjo un cambio en ese estado de felicidad. Hubo uno que
pervirtió la libertad que Dios había otorgado a sus criaturas. El pecado se originó en aquel que,
después de Cristo, había sido el más honrado por Dios y que era el más exaltado en poder y en
gloria entre los habitantes del cielo. Lucifer, el "hijo de la mañana," era el principal de los
querubines cubridores, santo e inmaculado. Estaba en la presencia del gran Creador, y los
incesantes rayos de gloria que envolvían al Dios eterno, caían sobre él. "Así ha dicho el Señor
Jehová: Tú echas el sello a la proporción, lleno de sabiduría, y acabado de hermosura. En
Edén, en el huerto de Dios estuviste: toda piedra preciosa fue tu vestidura. . . . Tú, querubín
grande, cubridor: y yo te puse; en el santo monte de Dios estuviste; en medio de piedras de
fuego has andado. Perfecto eras en todos tus caminos desde el día que fuiste criado, hasta que
se halló en ti maldad." (Eze. 28: 12-15.)
Poco a poco Lucifer llegó a albergar el deseo de ensalzarse. Las Escrituras dicen:
"Enaltecióse tu corazón a causa de tu hermosura, corrompiste tu sabiduría a causa de tu
resplandor." (Vers. 17) "Tú que decías en tu corazón: . . . Junto a las estrellas de Dios ensalzaré
mi solio,.... y seré semejante al Altísimo." (Isa. 14: 13, 14) Aunque toda su gloria procedía de
Dios, este poderoso ángel llegó a considerarla como perteneciente a sí mismo. Descontento con
el puesto que ocupaba, a pesar de ser el ángel que recibía más honores entre las huestes
celestiales, se aventuró a codiciar el homenaje que 14 sólo debe darse al Creador. En vez de
procurar el ensalzamiento de Dios como supremo en el afecto y la lealtad de todos los seres
creados, trató de obtener para sí mismo el servicio y la lealtad de ellos. Y codiciando la gloria
con que el Padre infinito había investido a su Hijo, este príncipe de los ángeles aspiraba al
poder que sólo pertenecía a Cristo.
Ahora la perfecta armonía del cielo estaba quebrantada. La disposición de Lucifer de
servirse a si mismo en vez de servir a su Creador, despertó un sentimiento de honda aprensión
cuando fue observada por quienes consideraban que la gloria de Dios debía ser suprema.
Reunidos en concilio celestial, los ángeles rogaron a Lucifer que desistiese de su intento. El
Hijo de Dios presentó ante él la grandeza, la bondad y la justicia del Creador, y también la
naturaleza sagrada e inmutable de su ley. Dios mismo había establecido el orden del cielo, y, al
separarse de él, Lucifer deshonraría a su Creador y acarrearía la ruina sobre sí mismo. Pero la
amonestación, hecha con misericordia y amor infinitos, solamente despertó un espíritu de
resistencia. Lucifer permitió que su envidia hacia Cristo prevaleciese, y se afirmó más en su
rebelión.
El propósito de este príncipe de los ángeles llegó a ser disputar la supremacía del Hijo de
Dios, y así poner en tela de juicio la sabiduría y el amor del Creador. A lograr este fin estaba
por consagrar las energías de aquella mente maestra, la cual, después de la de Cristo, era la
principal entre las huestes de Dios. Pero Aquel que quiso que sus criaturas tuviesen libre
albedrío, no dejó a ninguna de ellas inadvertida en cuanto a los sofismas perturbadores con los
cuales la rebelión procuraría justificarse. Antes de que la gran controversia principiase, debía
presentarse claramente a todos la voluntad de Aquel cuya sabiduría y bondad eran la fuente de
todo su regocijo.
El Rey del universo convocó a las huestes celestiales a comparecer ante él, a fin de que en
su presencia él pudiese 15 manifestar cuál era el verdadero lugar que ocupaba su Hijo y
manifestar cuál era la relación que él tenía para con todos los seres creados. El Hijo de Dios
compartió el trono del Padre, y la gloria del Ser eterno, que existía por sí mismo, cubrió a
ambos. Alrededor del trono se congregaron los santos ángeles, una vasta e innumerable
muchedumbre, "millones de millones," y los ángeles más elevados, como ministros y súbditos,
se regocijaron en la luz que de la presencia de la Deidad caía sobre ellos. Ante los habitantes
del cielo reunidos, el Rey declaró que ninguno, excepto Cristo, el Hijo unigénito de Dios, podía
penetrar en la plenitud de sus designios y que a éste le estaba encomendada la ejecución de
los grandes propósitos de su voluntad. El Hijo de Dios había ejecutado la voluntad del Padre en
la creación de todas las huestes del cielo, y a él, así como a Dios, debían ellas tributar
homenaje y lealtad. Cristo había de ejercer aún el poder divino en la creación de la tierra y sus
habitantes. Pero en todo esto no buscaría poder o ensalzamiento para sí mismo, en contra del
plan de Dios, sino que exaltaría la gloria del Padre, y ejecutaría sus fines de beneficencia y
amor.
Los ángeles reconocieron gozosamente la supremacía de Cristo, y postrándose ante él, le
rindieron su amor y adoración. Lucifer se postró con ellos, pero en su corazón se libraba un
extraño y feroz conflicto. La verdad, la justicia y la lealtad luchaban contra los celos y la
envidia. La influencia de los santos ángeles pareció por algún tiempo arrastrarlo con ellos.
Mientras en melodiosos acentos se elevaban himnos de alabanza cantados por millares de
alegres voces, el espíritu del mal parecía vencido; indecible amor conmovía su ser entero; al
igual que los inmaculados adoradores, su alma se hinchió de amor hacia el Padre y el Hijo. Pero
luego se llenó del orgullo de su propia gloria. Volvió a su deseo de supremacía, y nuevamente
dio cabida a su envidia hacia Cristo. Los altos honores conferidos a Lucifer no fueron
justipreciados como dádiva especial de Dios, y por lo tanto, no produjeron 16 gratitud alguna
hacia su Creador. Se jactaba de su esplendor y elevado puesto, y aspiraba a ser igual a Dios. La
hueste celestial le amaba y reverenciaba, los ángeles se deleitaban en cumplir sus órdenes, y
estaba dotado de más sabiduría y gloria que todos ellos. Sin embargo, el Hijo de Dios ocupaba
una posición más exaltada que él. Era igual al Padre en poder y autoridad. El compartía los
designios del Padre, mientras que Lucifer no participaba en los concilios de Dios. ¿"Por qué -se
preguntaba el poderoso ángel- debe Cristo tener la supremacía? ¿Por qué se le honra más que a
mí?"
Abandonando su lugar en la inmediata presencia del Padre, Lucifer salió a difundir el
espíritu de descontento entre los ángeles. Trabajó con misteriosa reserva, y por algún tiempo
ocultó sus verdaderos propósitos bajo una aparente reverencia hacia Dios. Principió por
insinuar dudas acerca de las leyes que gobernaban a los seres celestiales, sugiriendo que
aunque las leyes fuesen necesarias para los habitantes de los mundos, los ángeles, siendo más
elevados, no necesitaban semejantes restricciones, porque su propia sabiduría bastaba para
guiarlos. Ellos no eran seres que pudieran acarrear deshonra a Dios; todos sus pensamientos
eran santos; y errar era tan imposible para ellos como para el mismo Dios. La exaltación del
Hijo de Dios como igual al Padre fue presentada como una injusticia cometida contra Lucifer,
quien, según se alegaba, tenía también derecho a recibir reverencia y honra. Si este príncipe
de los ángeles pudiese alcanzar su verdadera y elevada posición, ello redundaría en grandes
beneficios para toda la hueste celestial; pues era su objeto asegurar la libertad de todos. Pero
ahora aun la libertad que habían gozado hasta ese entonces concluía, pues se les había
nombrado un gobernante absoluto, y todos ellos tenían que prestar obediencia a su autoridad.
Tales fueron los sutiles engaños que por medio de las astucias de Lucifer cundían rápidamente
por los atrios celestiales.
No se había efectuado cambio alguno en la posición o en 17 la autoridad de Cristo. La
envidia de Lucifer, sus tergiversaciones, y sus pretensiones de igualdad con Cristo, habían
hecho absolutamente necesaria una declaración categórica acerca de la verdadera posición que
ocupaba el Hijo de Dios; pero ésta había sido la misma desde el principio. Sin embargo, las
argucias de Lucifer confundieron a muchos ángeles.
Valiéndose de la amorosa y leal confianza depositada en él por los seres celestiales que
estaban bajo sus órdenes, había inculcado tan insidiosamente en sus mentes su propia
desconfianza y descontento, que su influencia no se discernía. Lucifer había presentado con
falsía los designios de Dios, interpretándolos torcida y erróneamente, a fin de producir
disensión y descontento. Astutamente inducía a sus oyentes a que expresaran sus sentimientos;
luego, cuando así convenía a sus intereses, repetía esas declaraciones en prueba de que los
ángeles no estaban del todo en armonía con el gobierno de Dios. Mientras aseveraba tener
perfecta lealtad hacia Dios, insistía en que era necesario que se hiciesen cambios en el orden y
las leyes del cielo para asegurar la estabilidad del gobierno divino. Así, mientras obraba por
despertar oposición a la ley de Dios y por inculcar su propio descontento en la mente de los
ángeles que estaban bajo sus órdenes, hacía alarde de querer eliminar el descontento y
reconciliar a los ángeles desconformes con el orden del cielo. Mientras fomentaba
secretamente el desacuerdo y la rebelión, con pericia consumada aparentaba que su único fin
era promover la lealtad y preservar la armonía y la paz.
El espíritu de descontento así encendido hacía su funesta obra. Aunque no había rebelión
abierta, el desacuerdo aumentaba imperceptiblemente entre los ángeles. Algunos recibían
favorablemente las insinuaciones de Lucifer contra el gobierno de Dios. Aunque previamente
habían estado en perfecta armonía con el orden que Dios había establecido, estaban ahora
descontentos y se sentían desdichados porque no podían penetrar los inescrutables designios de
Dios; les 18 desagradaba la idea de exaltar a Cristo. Estaban listos para respaldar la demanda
de Lucifer de que él tuviese igual autoridad que el Hijo de Dios. Pero los ángeles que
permanecieron leales y fieles apoyaron la sabiduría y la justicia del decreto divino, y así
trataron de reconciliar al descontento Lucifer con la voluntad de Dios. Cristo era el Hijo de
Dios. Había sido uno con el Padre antes que los ángeles fuesen creados. Siempre estuvo a la
diestra del Padre; su supremacía, tan llena de bendiciones para todos aquellos que estaban
bajo su benigno dominio, no había sido hasta entonces disputada. La armonía que reinaba en el
cielo nunca había sido interrumpida. ¿Por qué debía haber ahora discordia? Los ángeles leales
podían ver sólo terribles consecuencias como resultado de esta disensión, y con férvidas
súplicas aconsejaron a los descontentos que renunciasen a su propósito y se mostrasen leales a
Dios mediante la fidelidad a su gobierno.
Con gran misericordia, según su divino carácter, Dios soportó por mucho tiempo a Lucifer. El
espíritu de descontento y desafecto no se había conocido antes en el cielo. Era un elemento
nuevo, extraño, misterioso e inexplicable. Lucifer mismo, al principio, no entendía la
verdadera naturaleza de sus sentimientos; durante algún tiempo había temido dar expresión a
los pensamientos y a las imaginaciones de su mente; sin embargo no los desechó. No veía el
alcance de su extravío. Para convencerlo de su error, se hizo cuanto esfuerzo podían sugerir la
sabiduría y el amor infinitos. Se le probó que su desafecto no tenía razón de ser, y se le hizo
saber cuál sería el resultado si persistía en su rebeldía.
Lucifer quedó convencido de que se hallaba en el error. Vio que "justo es Jehová en todos
sus caminos, y misericordioso en todas sus obras" (Sal. 145: 17), que los estatutos divinos son
justos, y que debía reconocerlos como tales ante todo el cielo. De haberlo hecho, podría
haberse salvado a sí mismo y a muchos ángeles. Aún no había desechado completamente la
lealtad a Dios. Aunque había abandonado su 19 puesto de querubín cubridor, si hubiese querido
volver a Dios, reconociendo la sabiduría del Creador y conformándose con ocupar el lugar que
se le asignó en el gran plan de Dios, habría sido restablecido en su puesto.
Había llegado el momento de hacer una decisión final; él debía someterse completamente a
la divina soberanía o colocarse en abierta rebelión. Casi decidió volver sobre sus pasos, pero el
orgullo no se lo permitió. Era un sacrificio demasiado grande para quien había sido honrado tan
altamente el tener que confesar que había errado, que sus ideas y propósitos eran falsos, y
someterse a la autoridad que había estado presentando como injusta.
Un Creador compasivo, anhelante de manifestar piedad hacia Lucifer y sus seguidores,
procuró hacerlos retroceder del abismo de la ruina al cual estaban a punto de lanzarse. Pero su
misericordia fue mal interpretada. Lucifer señaló la longanimidad de Dios como una prueba
evidente de su propia superioridad sobre él, como una indicación de que el Rey del universo
aún accedería a sus exigencias. Si los ángeles se mantenían firmes de su parte, dijo, aún
podrían conseguir todo lo que deseaban. Defendió persistentemente su conducta, y se dedicó
de lleno al gran conflicto contra su Creador. Así fue como Lucifer, el "portaluz," el que
compartía la gloria de Dios, el ministro de su trono, mediante la transgresión, se convirtió en
Satanás el "adversario" de Dios y de los seres santos, y el destructor de aquellos que el Señor
había encomendado a su dirección y cuidado.
Rechazando con desdén los argumentos y las súplicas de los ángeles leales, los tildó de
esclavos engañados. Declaró que la preferencia otorgada a Cristo era un acto de injusticia
tanto hacia él como hacia toda la hueste celestial, y anunció que desde ese entonces no se
sometería a esa violación de los derechos de sus asociados y de los suyos propios. Nunca más
reconocería la supremacía de Cristo. Había decidido reclamar el honor que se le debió haber
otorgado, y asumir la dirección 20 de cuantos quisieran seguirle; y prometió a quienes entrasen
en sus filas un gobierno nuevo y mejor, bajo cuya tutela todos gozarían de libertad. Gran
número de ángeles manifestó su decisión de aceptarle como su caudillo. Engreído por el favor
que recibieran sus designios, alentó la esperanza de atraer a su lado a todos los ángeles para
hacerse igual a Dios mismo, y ser obedecido por toda la hueste celestial.
Los ángeles leales volvieron a instar a Satanás y a sus simpatizantes a someterse a Dios; les
presentaron lo que resultaría inevitable en caso de rehusarse. El que los había creado podía
vencerlos y castigar severamente su rebelde osadía. Ningún ángel podía oponerse con éxito a la
ley divina, tan sagrada como Dios mismo. Advirtieron y aconsejaron a todos que hiciesen oídos
sordos a los razonamientos engañosos de Lucifer, y le instaron a él y a sus secuaces a buscar la
presencia de Dios sin demora alguna, y a confesar el error de haber puesto en tela de juicio la
sabiduría y la autoridad divinas.
Muchos estaban dispuestos a prestar atención a este consejo, a arrepentirse de su
desafecto, y a pedir que se les admitiese en el favor del Padre y del Hijo. Pero Lucifer tenía
otro engaño listo. El poderoso rebelde declaró entonces que los ángeles que se le habían unido
habían ido demasiado lejos para retroceder, que él estaba bien enterado de la ley divina, y que
sabía que Dios no los perdonaría. Declaró que todos aquellos que se sometieran a la autoridad
del cielo serían despojados de su honra y degradados. En cuanto a él se refería, estaba
dispuesto a no reconocer nunca más la autoridad de Cristo. Manifestó que la única salida que
les quedaba a él y a sus seguidores era declarar su libertad, y obtener por medio de la fuerza
los derechos que no se les quiso otorgar de buen grado.
En lo que concernía a Satanás mismo, era cierto que ya había ido demasiado lejos en su
rebelión para retroceder. Pero no ocurría lo mismo con aquellos que habían sido cegados 21 por
sus engaños. Para ellos el consejo y las súplicas de los ángeles leales abrían una puerta de
esperanza; y si hubiesen atendido la advertencia, podrían haber escapado del lazo de Satanás.
Pero permitieron que el orgullo, el amor a su jefe y el deseo de libertad ilimitada los
dominasen por completo, y los ruegos del amor y la misericordia divinos fueron finalmente
rechazados.
Dios permitió que Satanás siguiese con su obra hasta que el espíritu de desafecto se trocó
en una activa rebelión. Era necesario que sus planes se desarrollasen en toda su plenitud, para
que su verdadera naturaleza y tendencia fuesen vistas por todos. Como querubín ungido,
Lucifer, había sido altamente exaltado; era muy amado por los seres celestiales, y su influencia
sobre ellos era poderosa. El gobierno de Dios incluía no sólo los habitantes del cielo sino
también los de todos los mundos que había creado; y Lucifer llegó a la conclusión de que si
pudiera arrastrar a los ángeles celestiales en su rebelión, podría también arrastrar a todos los
mundos. El había presentado su punto de vista astutamente, haciendo uso de sofismas y
engaños para lograr sus fines. Su poder para engañar era enorme. Disfrazándose con un manto
de mentira, había obtenido una ventaja. Todo cuanto hacía estaba tan revestido de misterio
que era muy difícil revelar a los ángeles la verdadera naturaleza de su obra. Hasta que ésta no
estuviese plenamente desarrollada, no podría manifestarse cuán mala era ni su desafecto sería
visto como rebelión. Aun los ángeles leales no podían discernir bien su carácter, ni ver adonde
se encaminaba su obra.
Al principio Lucifer había encauzado sus tentaciones de tal manera que él mismo no se
comprometía. A los ángeles a quienes no pudo atraer completamente a su lado los acusó de ser
indiferentes a los intereses de los seres celestiales. Acusó a los ángeles leales de estar
haciendo precisamente la misma labor que él hacía. Su política era confundirlos con
argumentos sutiles acerca de los designios de Dios. Cubría de 22 misterio todo lo sencillo, y por
medio de astuta perversión ponía en duda las declaraciones más claras de Jehová. Y su elevada
posición, tan íntimamente relacionada con el gobierno divino, daba mayor fuerza a sus
pretensiones.
Dios podía emplear sólo aquellos medios que fuesen compatibles con la verdad y la justicia.
Satanás podía valerse de medios que Dios no podía usar: la lisonja y el engaño. Había procurado
falsear la palabra de Dios, y había tergiversado el plan de gobierno divino, alegando que el
Creador no obraba con justicia al imponer leyes a los ángeles; que al exigir sumisión y
obediencia de sus criaturas, buscaba solamente su propia exaltación. Por lo tanto, era
necesario demostrar ante los habitantes del cielo y de todos los mundos que el gobierno de
Dios es justo y su ley perfecta. Satanás había fingido que procuraba fomentar el bien del
universo. El verdadero carácter del usurpador, y su verdadero objetivo, debían ser
comprendidos por todos. Debía dársele tiempo suficiente para que se revelase por medio de sus
propias obras inicuas.
La discordia que su propio proceder había causado en el cielo, Satanás la atribuía al
gobierno de Dios. Todo lo malo, decía, era resultado de la administración divina. Alegaba que
su propósito era mejorar los estatutos de Jehová. Por consiguiente, Dios le permitió demostrar
la naturaleza de sus pretensiones para que se viese el resultado de los cambios que él proponía
hacer en la ley divina. Su propia labor había de condenarle. Satanás había dicho desde el
principio que no estaba en rebeldía. El universo entero había de ver al engañador
desenmascarado.
Aun cuando Satanás fue arrojado del cielo, la Sabiduría infinita no le aniquiló. Puesto que
sólo el servicio inspirado por el amor puede ser aceptable para Dios, la lealtad de sus criaturas
debe basarse en la convicción de que es justo y benévolo. Por no estar los habitantes del cielo
y de los mundos preparados para entender la naturaleza o las consecuencias del pecado, no
podrían haber discernido la justicia de 23 Dios en la destrucción de Satanás. Si se le hubiese
suprimido inmediatamente, algunos habrían servido a Dios por temor más bien que por amor.
La influencia del engañador no habría sido anulada totalmente, ni se habría extirpado por
completo el espíritu de rebelión. Para el bien del universo entero a través de los siglos sin fin,
era necesario que Satanás desarrollase más ampliamente sus principios, para que todos los
seres creados pudiesen reconocer la naturaleza de sus acusaciones contra el gobierno divino y
para que la justicia y la misericordia de Dios y la inmutabilidad de su ley quedasen establecidas
para siempre.
La rebelión de Satanás había de ser una lección para el universo a través de todos los siglos
venideros, un testimonio perpetuo acerca de la naturaleza del pecado y sus terribles
consecuencias. Los resultados del gobierno de Satanás y sus efectos sobre los ángeles y los
hombres iban a demostrar qué resultado se obtiene inevitablemente al desechar la autoridad
divina. Iban a atestiguar que la existencia del gobierno de Dios entraña el bienestar de todos
los seres que él creó. De esta manera la historia de este terrible experimento de la rebelión iba
a ser una perpetua salvaguardia para todos los seres santos, para evitar que sean engañados
acerca de la naturaleza de la transgresión, para salvarlos de cometer pecado y sufrir sus
consecuencias.
El que gobierna en los cielos ve el fin desde el principio. Aquel en cuya presencia los
misterios del pasado y del futuro son manifiestos, más allá de la angustia, las tinieblas y la
ruina provocadas por el pecado, contempla la realización de sus propios designios de amor y
bendición. Aunque haya "nube y oscuridad alrededor de él: justicia y juicio son el asiento de su
trono." (Sal. 97: 2.) Y esto lo entenderán algún día todos los habitantes del universo, tanto los
leales como los desleales. "El es la Roca, cuya obra es perfecta, porque todos sus caminos son
rectitud: Dios de verdad, y ninguna iniquidad en él: es justo y recto." (Deut. 32: 4.) 24


Patriarcas y profetas, pp. 11-23.

Compilador: Dr. Pedro Martínez

viernes, 2 de abril de 2010

LOS MISTERIOS DE LA BIBLIA

NINGUNA mente finita puede comprender plenamente el carácter o las obras del Ser infinito. No podemos descubrir a Dios por medio de la investigación. Para las mentes más fuertes y mejor cultivadas, lo mismo que para las más débiles e ignorantes, el Ser santo debe permanecer rodeado de misterio. Pero aunque "nubes y oscuridad alrededor de él; justicia y juicio son el cimiento de su trono" .* Podemos comprender lo suficiente de su trato con nosotros para descubrir una misericordia ilimitada unida a un poder infinito. Podemos comprender, de sus propósitos, lo que seamos capaces de asimilar; más allá de esto, debemos confiar en la mano omnipotente, en el corazón lleno de amor.


La Palabra de Dios, como el carácter de su Autor, presenta misterios que nunca podrán ser enteramente comprendidos por los seres finitos. Pero Dios ha dado en las Escrituras suficiente evidencia de su autoridad divina. Su propia existencia, su carácter, la veracidad de su Palabra, lo corrobora un testimonio que toca a nuestra razón, y ese testimonio es abundante. Es cierto, él no ha eliminado la posibilidad de dudar; la fe debe apoyarse en la evidencia, no en la demostración; los que desean dudar tienen oportunidad de hacerlo, pero los que desean conocer la verdad tienen suficiente terreno para ejercer la fe.



No tenemos motivos para dudar de la Palabra de Dios a causa de que no podamos comprender los misterios de su providencia. En el mundo natural, estamos constantemente rodeados de maravillas superiores a nuestra comprensión. ¿Nos ha de sorprender, entonces, encontrar también en el mundo espiritual misterios que no podemos sondear? La dificultad reside solamente en la estrechez y la debilidad de la mente humana.



Los misterios de la Biblia, lejos de ser un argumento contra ella, se encuentran entre las más fuertes pruebas de su inspiración divina. Si su descripción de Dios consistiera sólo en lo que nosotros pudiésemos comprender, si su grandeza y su majestad pudiesen ser abarcadas por mentes finitas, la Biblia no llevaría, como lleva, evidencias inconfundibles de la Divinidad. La grandeza de sus temas debe inspirar fe en ella como la Palabra de Dios.



La Biblia revela la verdad con tal sencillez y tal adaptación a las necesidades y los anhelos del corazón humano, que ha asombrado y encantado a los espíritus más cultivados, y al mismo tiempo ha explicado el camino de la vida al humilde e ignorante. "El que anduviera en este camino, por torpe que sea, no se extraviará".* Ningún niño tiene por qué equivocar el camino. Ningún buscador tembloroso necesita dejar de andar en la luz pura y santa. Sin embargo, las verdades más sencillamente expuestas comprenden temas elevados, de vasto alcance, infinitamente superiores al poder de la comprensión humana, misterios que son el escondedero de su gloria, misterios que vencen la mente en su investigación, mientras inspiran fe y reverencia al sincero indagador de la verdad. Cuanto más escudriñamos la Biblia, tanto más profunda es nuestra convicción de que es la Palabra del Dios viviente, y la razón humana se inclina ante la majestad de la revelación divina. Dios quiere que sean siempre reveladas las verdades de su Palabra al investigador ferviente. Aún que "las cosas secretas pertenecen a Jehová nuestro Dios", "las reveladas son para nosotros y para nuestros hijos".* La idea de que ciertas porciones de la Biblia no pueden ser entendidas, ha inducido a descuidar algunas de sus más importantes verdades. Es necesario recalcar con frecuencia el hecho de que los misterios de la Biblia no son tales porque Dios haya tratado de ocultar la verdad, sino porque nuestra debilidad e ignorancia nos hacen incapaces de comprender o posesionarnos de la verdad. El límite no está fijado por su propósito, sino por nuestra capacidad. Dios desea que comprendamos tanto como lo permite nuestra mente, precisamente aquellas porciones de las Escrituras que a menudo se pasan por alto por considerárselas imposibles de comprender. "Toda la Escritura es inspirada por Dios" para que el hombre de Dios sea "enteramente preparado para toda buena obra".*



Es imposible para cualquier mente humana abarcar completamente siquiera una verdad o promesa de la Biblia. Uno comprende la gloria desde un punto de vista, otro desde otro, y sin embargo sólo podemos percibir destellos. La plenitud del brillo está fuera del alcance de nuestra visión.



Al contemplar, las grandes cosas de la Palabra de Dios, observamos una fuente que se amplía y profundiza bajo nuestra mirada. Su amplitud y profundidad sobrepasan nuestro conocimiento. Al mirar, la visión se expande; contemplamos extendido delante de nosotros un mar sin límites.



Este estudio tiene poder vivificador. La mente y el corazón adquieren fuerza y vida nuevas.



Esta experiencia es la mayor evidencia de que la Biblia es de origen divino. Recibimos la Palabra de Dios como alimento para el alma, mediante la misma evidencia por la cual recibimos el pan como alimento para el cuerpo. El pan suple la necesidad de nuestra naturaleza. Sabemos por experiencia que produce sangre, huesos y cerebro. Apliquemos la misma prueba a la Biblia: Cuando sus principios han llegado a formar efectivamente parte del carácter, ¿cuál ha sido el resultado? ¿Qué cambios se han efectuado en la vida? "Las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas".* Gracias a su poder, los hombres y mujeres han roto las cadenas de los hábitos pecaminosos. Han renunciado al egoísmo. Los profanos se han vuelto reverentes; los beodos, sobrios; los libertinos, puros. Las almas que exponían la semejanza de Satanás, han sido transformadas a la imagen de Dios. Este cambio es en sí el milagro de los milagros. Es un cambio obrado por la Palabra, uno de los más profundos misterios de la Palabra. No lo podemos comprender; sólo podemos creer, según lo declara la Escritura, que es "Cristo en vosotros, la esperanza de la gloria".*



El conocimiento de este misterio es la clave de todos los demás. Abre al alma los tesoros del universo, las posibilidades de un desarrollo infinito.



Y este desarrollo se obtiene por medio de la constante revelación del carácter de Dios a nosotros, de la gloria y el misterio de la Palabra escrita. Si nos fuera posible lograr una plena comprensión de Dios y su Palabra, no habría para nosotros más descubrimientos de la verdad, mayor conocimiento, ni mayor desarrollo. Dios dejaría de ser supremo, y el hombre dejaría de progresar. Gracias a Dios, no es así. Puesto que Dios es infinito, y en él están todos los tesoros de la sabiduría, podremos escudriñar y aprender siempre, durante toda la eternidad, sin agotar jamás las riquezas de su sabiduría, su bondad o su poder.





Por

Elena G. de White, en La educación, Pgs. 170-173.

LA FUENTE DE LA VERDADERA EDUCACIÓN Y SU PROPÓSITO

"El conocimiento del santísimo es la inteligencia". "Vuelve ahora en amistad con él".

NUESTRO concepto de la educación tiene un alcance demasiado estrecho y bajo. Es necesario que tenga una mayor amplitud y un fin más elevado. La verdadera educación significa más que la prosecución de un determinado curso de estudio. Significa más que una preparación para la vida actual. Abarca todo el ser, y todo el período de la existencia accesible al hombre. Es el desarrollo armonioso de las facultades físicas, mentales y espirituales. Prepara al estudiante para el gozo de servir en este mundo, y para un gozo superior proporcionado por un servicio más amplio en el mundo venidero.


Las Sagradas Escrituras, cuando señalan al Ser infinito, presentan en las siguientes palabras la fuente de semejante educación: En él "están escondidos todos los tesoros de la sabiduría".* "Suyo es el consejo y la inteligencia".*


El mundo ha tenido sus grandes maestros, hombres de intelecto gigantesco y abarcante espíritu investigador, hombres cuyas declaraciones han estimulado el pensamiento, y abierto a la vista vastos campos de conocimiento; y estos hombres han sido honrados como guías y benefactores de su raza; pero hay Uno superior a ellos. Podemos rastrear la ascendencia de los maestros del mundo hasta donde alcanzan los informes humanos: pero antes de ellos estaba la Luz. Así como la luna y los planetas de nuestro sistema solar brillan por la luz del sol que reflejan, los grandes pensadores del mundo, en lo que tenga de cierto su enseñanza, reflejan los rayos del Sol de Justicia. Todo rayo del pensamiento, todo destello del intelecto, procede de la Luz del mundo.


En estos tiempos se habla mucho de la naturaleza e importancia de la "educación superior". Aquel con quien están "la sabiduría y el poder"* y de cuya boca "viene el conocimiento y la inteligencia"*, imparte la verdadera educación superior.


Todo verdadero conocimiento y desarrollo tienen su origen en el conocimiento de Dios. Doquiera nos dirijamos: al dominio físico, mental y espiritual; cualquier cosa que contemplemos, fuera de la marchites del pecado, en todo vemos revelado este conocimiento. Cualquier ramo de investigación que emprendamos, con el sincero propósito de llegar a la verdad, nos pone en contacto con la Inteligencia poderosa e invisible que obra en todas las cosas y por medio de ellas. La mente del hombre se pone en comunión con la mente de Dios; lo finito, con lo infinito. El efecto que tiene esta comunión sobre el cuerpo, la mente y el alma sobrepuja toda estimación.


En esta comunión se halla la educación más elevada. Es el método propio que Dios tiene para lograr el desarrollo del hombre. "Vuelve ahora en amistad con él"*, es su mensaje para la humanidad. El método trazado en estas palabras era el que se seguía en la educación del padre de nuestra especie. Así instruyó Dios a Adán cuando, en la gloria de una virilidad exenta de pecado, habitaba éste en el sagrado jardín del Edén.


A fin de comprender lo que abarca la obra de la educación, necesitamos considerar tanto la naturaleza del hombre como el propósito de Dios al crearlo. Necesitamos considerar también el cambio verificado en la condición del hombre por la introducción del conocimiento del mal, y el plan de Dios para cumplir, sin embargo, su glorioso propósito en la educación de la especie humana.


Cuando Adán salió de las manos del Creador, llevaba en su naturaleza física, mental y espiritual, la semejanza de su Hacedor. "Creó Dios al hombre a su imagen", con el propósito de que, cuanto más viviera, más plenamente revelara esa imagen -más plenamente reflejara la gloria del Creador. Todas sus facultades eran susceptibles de desarrollo; su capacidad y su vigor debían aumentar continuamente. Vasta era la esfera que se ofrecía a su actividad, glorioso el campo abierto a su investigación. Los misterios del universo visible "las maravillas del Perfecto en sabiduría", invitaban al hombre estudiar. Tenía el alto privilegio de relacionarse íntimamente, cara a cara, con su Hacedor. Sí hubiese permanecido leal a Dios, todo esto le hubiera pertenecido para siempre. A través de los siglos eternos, hubiera seguido adquiriendo nuevos tesoros de conocimiento, descubriendo nuevos manantiales de felicidad y obteniendo conceptos cada vez más claros de la sabiduría, el poder y el amor de Dios. Habría cumplido cada vez más cabalmente el objeto de su creación; habría reflejado cada vez más plenamente la gloria del Creador.


Pero por su desobediencia perdió todo esto. El pecado mancilló y casi borró la semejanza divina. Las facultades físicas del hombre se debilitaron, su capacidad mental disminuyó, su visión espiritual se oscureció. Quedó sujeto a la muerte. No obstante, la especie humana no fue dejada sin esperanza. Con infinito amor y misericordia había sido trazado el plan de salvación y se le otorgó una vida de prueba. La obra de la redención debía restaurar en el hombre la imagen de su Hacedor, devolverlo a la perfección con que había sido creado, promover el desarrollo del cuerpo, la mente y el alma, a fin de que se llevase a cabo el propósito divino de su creación. Este es el objeto de la educación, el gran objeto de la vida.


El amor, base de la creación y de la redención, es el fundamento de la verdadera educación. Esto se ve claramente en la ley que Dios ha dado como guía de la vida. El primero y grande mandamiento es: "Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con todas tus fuerzas, y con toda tu mente".* Amar al Ser infinito, omnisciente, con todas las fuerzas, la mente y el corazón, significa el desarrollo más elevado de todas las facultades. Significa que en todo el ser - el cuerpo, la mente y el alma- deben restaurarse la imagen de Dios.


Semejante al primer mandamiento, es el segundo: "Amarás a tu prójimo como a ti mismo". La ley de amor requiere la dedicación del cuerpo, la mente y el alma al servicio de Dios y de nuestros semejantes. Y este servicio, al par que nos constituye en bendición para los demás, nos proporciona a nosotros la más grande bendición. La abnegación es la base de todo verdadero desarrollo. Por medio del servicio abnegado, adquiere toda facultad nuestra su desarrollo máximo. Llegamos a participar cada vez más plenamente de la naturaleza divina. Somos preparados para el cielo, porque lo recibimos en nuestro corazón.


Puesto que Dios es la fuente de todo conocimiento verdadero, el principal objeto de la educación es, según hemos visto, dirigir nuestra mente a la revelación que él hace de sí mismo. Adán y Eva recibieron conocimiento comunicándose directamente con Dios, y aprendieron de él por medio de sus obras. Todas las cosas creadas, en su perfección original, eran una expresión del pensamiento de Dios. Para Adán y Eva, la naturaleza rebosaba de sabiduría divina. Pero por la transgresión, el hombre fue privado del conocimiento de Dios mediante una comunión directa, y en extenso grado del que obtenía por medio de sus obras. La tierra, arruinada y contaminada por el pecado, no refleja sino oscuramente la gloria del Creador. Es cierto que sus lecciones objetivas no han desaparecido. En cada página del gran volumen de sus obras creadas se puede notar todavía la escritura de su mano. La naturaleza aún habla de su Creador. Sin embargo, estas revelaciones son parciales e imperfectas. Y en nuestro estado caído, con las facultades debilitadas y la visión limitada, somos incapaces de interpretarlas correctamente. Necesitamos la revelación más plena que Dios nos ha dado de sí en su Palabra escrita.


Las Sagradas Escrituras son la norma perfecta de la verdad y, como tales, se les debería dar el primer lugar en la educación. Para obtener una educación digna de tal nombre, debemos recibir un conocimiento de Dios, el Creador, y de Cristo, el Redentor, según están revelados en la Sagrada Palabra.


Cada ser humano, creado a la imagen de Dios, está dotado de una facultad semejante a la del Creador: la individualidad, la facultad de pensar y hacer. Los hombres en quienes se desarrolla esta facultad son los que llevan, responsabilidades, los que dirigen empresas, los que influyen sobre el carácter. La obra de la verdadera educación consiste en desarrollar esta facultad, en educar a los jóvenes para que sean pensadores y no meros reflectores de los pensamientos de otros hombres. En vez de restringir su estudio a lo que los hombres han dicho o escrito, los estudiantes deben ser dirigidos a las fuentes de la verdad, a los vastos campos abiertos a la investigación en la naturaleza y en la revelación. Contemplen las grandes realidades del deber y del destino, y la mente se expandirá y robustecerá. En vez de jóvenes, educados, pero débiles, las instituciones del saber debieran producir hombres fuertes para pensar y obrar, hombres que sean amos y no esclavos de las circunstancias, hombres que posean amplitud de mente, claridad de pensamiento y valor para defender sus convicciones.


Semejante educación provee algo más que una disciplina mental; provee algo más que una preparación física. Fortalece el carácter, de modo que no se sacrifiquen la verdad y la justicia al deseo egoísta o a la ambición mundana. Fortalece la mente contra el mal. En vez de que una pasión dominante llegue a ser un poder destructor, se amoldan cada motivo y deseo a los grandes principios de la justicia. Al espaciarse en la perfección del carácter de Dios, la mente se renueva y el alma vuelve a crearse a su imagen.


¿Qué educación puede superar a ésta? ¿Qué puede igualar su valor?


"No se dará por oro,


Ni su precio. será a peso de plata..



No puede ser apreciada con oro de Ofir,



Ni con ónice precioso, ni con zafiro.



El oro no se le igualará, ni el diamante,



Ni se cambiará por alhajas de oro fino.



No se hará mención de coral ni de perlas.



La sabiduría es mejor que las piedras preciosas."*


El ideal que Dios tiene para sus hijos está por encima del alcance del más elevado pensamiento humano. La meta a alcanzar es la piedad, la semejanza a Dios. Ante el estudiante se abre un camino de progreso continuo. Tiene que alcanzar un objeto, lograr una norma que incluye todo lo bueno, lo puro y lo noble. Progresará tan rápidamente e irá tan lejos como fuere posible en todos los ramos del verdadero conocimiento. Pero sus esfuerzos se dirigirán a fines tanto más altos que el mero egoísmo y los intereses temporales, cuanto son más altos los cielos que la tierra.


El que coopera con el propósito divino para impartir a los jóvenes un conocimiento de Dios, y modelar el carácter en armonía con el suyo, hace una obra noble y elevada. Al despertar el deseo de alcanzar el ideal de Dios, presenta una educación tan elevada como el cielo, y tan amplia como el universo; una educación que no se puede completar en esta vida, sino que continuará en la venidera; una educación que asegura al estudiante de éxito su pasaporte de la escuela preparatoria de la tierra a la superior, la celestial.



Por


Elena G. de Withe, en La educación, Pgs. 14-20.

LA RELACIÓN DE LA EDUCACIÓN CON LA REDENCIÓN



"Para iluminación del conocimiento de la gloria de Dios en la faz de Jesucristo".


A CAUSA del pecado, el hombre quedó separado de Dios. De no haber mediado el plan de la redención, hubiera tenido que sufrir la separación eterna de Dios, y las tinieblas de una noche sin fin. El sacrificio de Cristo permite que se reanude la comunión con Dios. Personalmente no podemos acercarnos a su presencia; nuestra naturaleza pecadora no nos permite mirar su rostro, pero podemos contemplarlo y tener comunión con él por medio de Jesús, el Salvador.


La "iluminación del conocimiento de la gloria de Dios" se revela "en la faz de Jesucristo". "Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo".* "Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros. . . lleno de gracia y de verdad". "En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres".* La vida y la muerte de Cristo, precio de nuestra redención, no son para nosotros únicamente una promesa y garantía de vida, ni tan sólo los medios por los cuales se nos vuelven a abrir los tesoros de la sabiduría, sino una revelación de su carácter aún más amplia y elevada que la que conocían los santos moradores del Edén.


Y al par que Cristo abre el cielo al hombre, la vida que imparte abre el corazón del hombre al cielo. El pecado no sólo nos aparta de Dios, sino que destruye en el alma humana el deseo y la aptitud para conocerlo. La misión de Cristo consiste en deshacer toda esta obra del mal. El tiene poder para vigorizar y restaurar las facultades del alma paralizadas por el pecado, la mente oscurecida, y la voluntad pervertida. Abre ante nosotros las riquezas del universo y nos imparte poder para discernir estos tesoros y apropiarnos de ellos.


Cristo es la luz "que alumbra a todo hombre".* Así como por Cristo tiene vida todo ser humano, así por su medio toda alma recibe algún rayo de luz divina. En todo corazón existe no sólo poder intelectual, sino también espiritual una facultad de discernir lo justo, un deseo de ser bueno. Pero contra estos principios lucha un poder antagónico. En la vida de todo hombre se manifiesta el resultado de haber comido del árbol del conocimiento del bien y del mal. Hay en su naturaleza una inclinación hacia el mal, una fuerza que solo, sin ayuda, él no podría resistir. Para hacer frente a esa fuerza, para alcanzar el ideal que en lo más íntimo de su alma reconoce como única cosa digna, puede encontrar ayuda en un solo poder. Ese poder es Cristo. La mayor necesidad del hombre es cooperar con ese poder. ¿No debería ser acaso esta cooperación el propósito más elevado de todo esfuerzo educativo?


El verdadero maestro no se satisface con un trabajo de calidad inferior. No se conforma con dirigir a sus alumnos hacia un ideal más bajo que el más elevado que les sea posible alcanzar. No puede contentarse con transmitirles únicamente conocimientos técnicos, con hacer de ellos meramente contadores expertos, artesanos hábiles o comerciantes de éxito. Su ambición es inculcarles principios de verdad, obediencia, honor, integridad y pureza, principios que los conviertan en una fuerza positiva para la estabilidad y la elevación de la sociedad. Desea, sobre todo, que aprendan la gran lección de la vida, la del servicio abnegado.


Cuando el alma se amista con Cristo, y acepta su sabiduría como guía, su poder como fuerza del corazón y de la vida, estos principios llegan a ser un poder vivo para amoldar el carácter. Una vez formada esta unión, el alumno encuentra la Fuente de la sabiduría. Tiene a su alcance el poder de realizar en sí mismo sus más nobles ideales. Le pertenecen las oportunidades de obtener la más elevada educación para la vida en este mundo. Y con la preparación que obtiene aquí, ingresa en el curso que abarca la eternidad.


En el sentido más elevado, la obra de la educación y la de la redención, son una, pues tanto en la educación como en la redención, "nadie puede poner otro fundamento que el que está puesto, el cual es Jesucristo", "por cuando agradó al Padre que en él habitase toda plenitud".*


Aunque en condiciones distintas, la verdadera educación sigue siendo, de acuerdo con el plan del Creador, el plan de la escuela del Edén. Adán y Eva recibieron instrucción por medio de la comunión directa con Dios; nosotros contemplamos la "iluminación del conocimiento de su gloria" en el rostro de Cristo.


Los grandes principios de la educación son inmutables. Están "afirmados eternamente y para siempre"*, porque son los principios del carácter de Dios. El principal esfuerzo del maestro y su propósito constante deben consistir en ayudar a los alumnos a comprender estos principios, y a sostener esa relación con Cristo que hará de ellos un poder dominante en la vida. El maestro que acepta esta meta es verdaderamente un colaborador con Cristo, y con Dios.


Por


Elena G. de Withe, en La educación, Pgs. 29-32.


CIENCIA Y BIBLIA

"¿Qué cosa de todas ésas no entiende que la mano de Jehová la hizo?"

PUESTO que el libro de la naturaleza y el de la revelación llevan el sello de la misma Mente maestra, no pueden sino hablar en armonía. Con diferentes métodos y lenguajes, dan testimonio de las mismas grandes verdades. La ciencia descubre siempre nuevas maravillas, pero en su investigación no obtiene nada que, correctamente comprendido, discrepe con la revelación divina. El libro de la naturaleza y la Palabra escrita se alumbran mutuamente. Nos familiarizan con Dios al enseñarnos algo de las leyes por medio de las cuales él obra.


Sin embargo, algunas deducciones erróneas de fenómenos observados en la naturaleza, han hecho suponer que existe un conflicto entre la ciencia y la revelación y, en los esfuerzos realizados para restaurar la armonía entre ambas, se han adoptado interpretaciones de las Escrituras que minan y destruyen la fuerza de la Palabra de Dios. Se ha creído que la geología contradice la interpretación literal del relato mosaico de la creación. Se pretende que se requirieron millones de años para que la tierra evolucionara a partir del caos, y a fin de acomodar la Biblia a esta supuesta revelación de la ciencia, se supone que los días de la creación han sido vastos e indefinidos períodos que abarcan miles y hasta millones de años.


Semejante conclusión es enteramente innecesaria. El relato bíblico está en armonía consigo mismo y con la enseñanza de la naturaleza. Del primer día empleado en la obra de la creación se dice: "Y fue la tarde y la mañana un día".* Lo mismo se dice en sustancia de cada uno de los seis días de la semana de la creación. La Inspiración declara que cada uno de esos períodos ha sido un día compuesto de mañana y tarde, como cualquier otro día transcurrido desde entonces. En cuanto a la obra de la creación, el testimonio divino es como sigue: "Porque él dijo, y fue hecho; él mandó, y existió".* ¿Cuánto tiempo necesitaría para sacar la tierra del caos Aquel que podía llamar de ese modo a la existencia a los mundos innumerables? Para dar razón de sus obras, ¿hemos de violentar su Palabra?


Es cierto que los restos encontrados en la tierra testifican que existieron hombres, animales y plantas mucho más grandes que los que ahora se conocen. Se considera que son prueba de la existencia de una vida animal y vegetal antes del tiempo mencionado en el relato mosaico. Pero en cuanto a estas cosas, la historia bíblica proporciona amplia explicación. Antes del diluvio, el desarrollo de la vida animal y vegetal era inconmensurablemente superior al que se ha conocido desde entonces. En ocasión del diluvio, la superficie de la tierra sufrió conmociones, ocurrieron cambios notables, y en la nueva formación de la costra terrestre se conservaron muchas pruebas de la vida preexistente. Los grandes bosques sepultados en la tierra cuando ocurrió el diluvio, convertidos después en carbón, forman los extensos yacimientos carboníferos y suministran petróleo, sustancias necesarias para nuestra comodidad y conveniencia. Estas cosas, al ser descubiertas, son otros tantos testigos mudos de la veracidad de la Palabra de Dios.


Semejante a la teoría referente a la evolución de la tierra es la que atribuye a una línea ascendente de gérmenes, moluscos y cuadrúpedos, la evolución del hombre, corona gloriosa de la creación.


Cuando se consideran las oportunidades que tiene el hombre para investigar, cuando se considera cuán breve es su vida, cuán limitada su esfera de acción, cuán restringida su visión, cuán frecuentes y grandes son los errores de sus conclusiones, especialmente en lo que se refiere a los sucesos que se supone precedieron a la historia bíblica, cuán a menudo se revisan o desechan las supuestas deducciones de la ciencia, con qué prontitud se añaden o quitan millones de años al supuesto período del desarrollo de la tierra y cómo se contradicen las teorías presentadas por diferentes hombres de ciencia; cuando se considera esto, ¿consentiremos nosotros, por el privilegio de rastrear nuestra ascendencia a través de gérmenes, moluscos y monos, en desechar esa declaración de la Santa Escritura, tan grandiosa en su sencillez: "Y creó Dios al hombre a su imagen, a imagen de Dios lo creó"?* ¿Desecharemos el informe genealógico -más magnífico que cualquiera atesorado en las cortes de los reyes: "Hijo de Adán, hijo de Dios" ?* Debidamente comprendidas, tanto las revelaciones de la ciencia como las experiencias de la vida están en armonía con el testimonio de la Escritura en cuanto a la obra constante de Dios en la naturaleza.


En el himno registrado en el libro de Nehemías, los levitas cantaron: "Tú solo eres Jehová; tú hiciste los cielos, y los cielos de los cielos, con todo su ejército, la tierra y todo lo que está en ella, los mares y todo lo que hay en ellos; y tú vivificas todas estas cosas".*


En lo que respecta a esta tierra, las Escrituras declaran que la obra de la creación ha sido terminada. "Las obras suyas estaban acabadas desde la fundación del mundo".* Pero el poder de Dios está aún en acción para sostener los objetos de su creación. No late el pulso ni se suceden las respiraciones por el hecho de que el mecanismo una vez puesto en movimiento sigue actuando por su propia energía inherente. Cada respiración, cada latido del corazón es una evidencia del cuidado de Aquel en quien vivimos, nos movemos y somos. Desde el insecto más pequeño, hasta el hombre, toda criatura viviente depende diariamente de su providencia.


"Todos ellos esperan en ti. . .



Les das, recogen;



Abres tu mano, se sacian de bien.



Escondes tu rostro, se turban;



Les quitas el hálito, dejan de ser,



Y vuelven al polvo.



Envías tu Espíritu, son creados,



Y renuevas la faz de la tierra".*



"El extiende el norte sobre vacío,



Cuelga la tierra sobre nada.



Ata las aguas en sus nubes,



Y las nubes no se rompen debajo de ellas. . .



Puso límite a la superficie de las aguas,



Hasta el fin de la luz y las tinieblas.



Las columnas del cielo tiemblan,



Y se espantan a su reprensión.



El agita el mar con su poder. . .



Su espíritu adornó los cielos;



Su mano creó la serpiente tortuosa,



He aquí, estas cosas son sólo los bordes de sus caminos;



¡Y cuán leve es el susurro que hemos oído de él!



Pero el trueno de su poder, ¿quién lo puede comprender?".*



"Jehová marcha en la tempestad y el torbellino, y



las nubes son el polvo de sus pies".*



El enorme poder que obra en toda la naturaleza y sostiene todas las cosas, no es meramente, como dicen algunos hombres de ciencia, un principio que todo lo penetra, ni una energía activa. Dios es espíritu, y no obstante es un ser personal, pues el hombre fue hecho a su imagen. Como ser personal, Dios se ha revelado en su Hijo. Jesús, el resplandor de la gloria de su Padre "y la imagen misma de su sustancia"*, se halló en la tierra en forma de hombre. Como Salvador personal, vino al mundo y ascendió a lo alto. Como Salvador personal intercede en las cortes celestiales. Delante del trono de Dios ministra en favor nuestro, "Uno como un hijo de hombre".*


El apóstol Pablo, al escribir movido por el Espíritu Santo, declara de Cristo que "en él fueron creadas todas las cosas. . . y para él. Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten".* La mano que sostiene los mundos en el espacio, la mano que mantiene en su disposición ordenada y actividad incansable todas las cosas en el universo de Dios, es la mano que fue clavada en la cruz por nosotros.


La grandeza de Dios nos es incomprensible. "Jehová tiene en el cielo su trono"*; sin embargo, es omnipresente mediante su Espíritu. Tiene un íntimo conocimiento de todas las obras de su mano y un interés personal en ellas.


"¿Quién como Jehová nuestro Dios,



Que se sienta en las alturas,



Que se humilla a mirar



En el cielo y en la tierra?"



"¿A dónde me iré de tu Espíritu?



¿Y a dónde huiré de tu presencia?



Si subiere a los cielos, allí estás tú;



Y si en el Seol hiciere mi estrado,



He aquí, allí tú estás.



Si tomare las alas del alba



Y habitare en el extremo del mar,



Aún allí me guiará tu mano,



Y me asirá tu diestra".*



"Tú has conocido mi sentarme y mi levantarme; Has entendido desde lejos mis pensamientos.



Has escudriñado mi andar y mi reposo,



Y todos mis caminos te son conocidos. . .



Detrás y delante me rodeaste,



Y sobre mí pusiste tu mano.



Tal conocimiento es demasiado



Maravilloso para mí;



Alto es, no lo puedo comprender".*



El Hacedor de todas las cosas fue el que ordenó la maravillosa adaptación de los medios a su fin, del abastecimiento a la necesidad. Fue él quien en el mundo material hizo provisión para suplir todo deseo implantado por él mismo. Fue él quien creó el alma humana con su capacidad de conocer y amar. Y él, por su propia naturaleza, no puede dejar de satisfacer los anhelos del alma. Ningún principio intangible, ninguna esencia impersonal o mera abstracción pueden saciar las necesidades y los anhelos de los seres humanos en esta vida de lucha contra el pecado, el pesar y el dolor. No es suficiente creer en la ley y en la fuerza, en cosas que no pueden tener piedad, y que nunca oyen un pedido de ayuda. Necesitamos saber que existe un brazo todopoderoso que nos puede sostener, de un Amigo infinito que se compadece de nosotros. Necesitamos estrechar una mano cálida y confiar en un corazón lleno de ternura. Y precisamente así se ha revelado Dios en su Palabra.


El que estudie más profundamente los misterios de la naturaleza, comprenderá más plenamente su propia ignorancia y su debilidad. Comprenderá que hay profundidades y alturas que no pueden alcanzar, secretos que no pueden penetrar, vastos campos de verdad que están delante de él sin explorar. Estará dispuesto a decir con Newton: "Me parece que yo mismo he sido como un niño que busca guijarros y conchas a la orilla del mar, mientras el gran océano de la verdad se hallaba inexplorado delante de mí".


Los más profundos estudiosos de la ciencia se ven constreñidos a reconocer en la naturaleza la obra de un poder infinito. Sin embargo, para la sola razón humana, la enseñanza de la naturaleza no puede ser sino contradictoria y llena de frustraciones. Sólo se la puede leer correctamente a la luz de la revelación. "Por la fe entendemos".*


"En el principio. . . Dios".* Únicamente aquí puede encontrar reposo la mente en su investigación anhelosa, cuando vuela como la paloma del arca. Arriba, debajo, más allá, habita el amor infinito, que hace que todas las cosas cumplan su "propósito de bondad".*


"Porque las cosas de él, su eterno poder y deidad, se hacen claramente visibles. . . por medio de las cosas hechas".* Pero su testimonio sólo puede ser entendido con la ayuda del divino Maestro. "¿Quién de los hombres sabe las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios".*


"Pero cuando venga el Espíritu de verdad, él os guiará a toda la verdad".* Sólo mediante la ayuda de ese Espíritu que en el principio "se movía sobre la faz de las aguas"; de aquel Verbo por quien "todas las cosas. . . fueron hechas"; de aquella "Luz verdadera que alumbra a todo hombre", puede interpretarse correctamente el testimonio de la ciencia. Sólo mediante su dirección pueden descubrirse sus verdades más profundas.


Sólo bajo la dirección del Omnisciente podremos llegar a pensar lo mismo que él cuando estudiemos sus obras.



Por


Elena G. de Withe, en La educación, Pgs. 129-135.

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